Había una vez un niño llamado Percy. Le encantaba poner caras y hacer reír a todo el mundo: ¡era el alma de la fiesta! Pero un día ocurrió algo extraño: mientras ponía su habitual cara graciosa, ocurrió algo aún más divertido. De repente, ¡aparecieron dos caras más a cada lado de la suya!
Percy se sorprendió tanto que salió corriendo y gritando. Cuando volvió a casa, ¡las tres caras seguían allí! Su familia se rió al verlo, pero a Percy no le hizo tanta gracia: ¿cómo podía estar pasando esto?
A la mañana siguiente, Percy decidió investigar más a fondo y dio un largo paseo por el parque mientras probaba diferentes expresiones faciales. Dondequiera que fuera, la gente parecía reírse a carcajadas al ver su nuevo aspecto: ¡era como tener tres cabezas en lugar de una!
Desesperado por la ayuda, Percy pidió consejo a un viejo sabio que vivía en el bosque cercano. El sabio le dijo que, al poner caras graciosas demasiado a menudo y con demasiada fuerza, había conseguido dividirse en múltiples versiones y cada una de ellas representaba diferentes aspectos de sí mismo: una parte valiente y de carácter fuerte; otra de corazón bondadoso, aunque a veces imprudente; y, por último, una tercera parte a la que nada le gustaba más que hacer bromas todo el día.
A partir de ese día, las cosas volvieron a la normalidad para el pobre Percy: ¡se acabaron las caras extra que aparecían cada vez que sonreía o fruncía el ceño! Y aunque a veces le resultaba bastante extraño ver varias versiones de sí mismo mirándose en el espejo cada mañana… en el fondo Percy sabía que esas partes diferentes constituían lo que realmente era: un pensador independiente capaz de hacer cualquier cosa si se le daba la suficiente determinación y valor.
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