Érase una vez, en pleno invierno, una estrella que brillaba más que ninguna otra. Llevaba siglos brillando y su luz podía verse a kilómetros de distancia.
La estrella era muy vieja y su brillo empezaba a apagarse. Una noche, mientras brillaba sobre la tierra, deseó con todas sus fuerzas que alguien viera lo hermosa que seguía siendo a pesar de su edad.
Aquella noche, en un pequeño pueblo muy lejano, vivía un niño llamado Jack que soñaba con poder alcanzar algún día esta estrella tan especial y tocarla como hacía su padre cuando estaba vivo. Por desgracia, el padre de Jack había fallecido hacía algunos años y ahora se sentía más solo que nunca durante la época navideña, ya que todos los que le rodeaban lo celebraban mientras él se quedaba solo en casa con su tristeza.
Una noche, mientras estaba tumbado en la cama mirando al cielo, algo llamó la atención de Jack: entre las estrellas brillaba una aún más brillante. Observó hipnotizado cómo el diminuto punto parpadeante se acercaba hasta que finalmente se detuvo justo delante de su ventana, ¡casi como por arte de magia! Como si percibiera la presencia de Jack, la estrella empezó a brillar aún más que antes, hasta que finalmente llenó su habitación con tanta luz que todo lo demás parecía oscuro en comparación.
Jack se dio cuenta de que lo que veía no era una estrella cualquiera, sino algo verdaderamente mágico: ¡el mismo brillo de esperanza del que hablaba su padre! Durante horas permanecieron juntos en perfecta armonía hasta que, finalmente, tras el amanecer, ambos se separaron -de mala gana-; sólo que esta vez con una sonrisa aún mayor en la cara de Jack que cuando se conocieron… apenas visible bajo las lágrimas de alegría que corrían por sus mejillas, había dos pequeños puntos en los que se habían concedido dos deseos formulados hace mucho tiempo; uno para él y otro para su padre… todo gracias a su amor compartido por La Estrella de Navidad.
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