Había una vez una familia de cuatro miembros que vivía en el corazón de África. La madre y el padre trabajaban duro para mantener a sus dos hijos, pero a menudo se daban cuenta de que querían más. Tenían muchas posesiones -coches, televisores, muebles-, pero de alguna manera seguían sintiendo que les faltaba algo.
Un día, la familia decidió descansar de todas sus cosas materiales e ir a la aventura juntos. Así que hicieron la maleta con ropa y comida y se adentraron en la naturaleza africana. Mientras exploraban la sabana, se dieron cuenta de lo verdaderamente hermosa que era; los animales eran salvajes y a la vez pacíficos, los pájaros cantaban dulcemente por los árboles; nada más importaba, excepto estar en ese momento los unos con los otros.
Los niños disfrutaron especialmente de esta nueva experiencia de estar lejos de casa, sin distracciones ni preocupaciones por los juguetes o artilugios que pudieran estar esperándoles en casa. En cambio, cada mañana traía nuevos y emocionantes descubrimientos, como la persecución de monos a través de densos bosques o el avistamiento de elefantes gigantes que cruzaban los ríos cercanos.
Al caer la noche, alrededor de la hoguera, mamá contaba historias sobre la vida de entonces, cuando sus padres la criaron aquí en África, historias que les recordaban a todos que, aunque las cosas pueden ir y venir con el tiempo, una cosa siempre permanece: ¡la familia es para siempre! Este mensaje resonaba profundamente en los cuatro miembros de este especial clan; no importaba lo que ocurriera fuera de su círculo -buenos o malos momentos-, ¡tener el amor de los demás significaba más que cualquier posesión material!
Por fin llegó la hora de volver a casa (¡demasiado pronto!), así que, con el corazón apesadumbrado pero el ánimo lleno (¡y muchas historias!), todos se subieron al coche una vez más, dispuestos a llevar estas lecciones aprendidas hacia lo que les esperaba… Las cosas que más importaban ahora estaban más claras que nunca: sentirse seguros
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