Érase una vez un perro pequeño, pero muy peludo, llamado Poochi. La gente decía que era feo y que nadie quería ser su amigo por su pelaje desgreñado y sus largos bigotes. Pero a pesar de lo que decía la gente, Poochi sabía en su corazón que tenía el potencial de hacer amigos si se le daba la oportunidad.
Así que un día, cuando nadie miraba, Poochi se escabulló por la puerta del patio trasero y empezó a caminar por la calle en busca de amigos que fueran como él. En su camino se encontró con muchos tipos de animales, como conejos que saltaban en los jardines, gatos que dormían perezosamente bajo los árboles e incluso pájaros que piaban desde sus nidos en lo alto del cielo.
Pero ninguno de ellos parecía adecuado para Poochi, hasta que finalmente se topó con una pandilla de otros perros como él, ¡todos con grandes y tupidos pelajes y largos bigotes! Le dieron la bienvenida a su grupo con las patas abiertas y en poco tiempo estaban jugando juntos como si fueran los mejores amigos desde siempre.
Poochi se sentía tan feliz entre estos nuevos amigos que no quería que ese momento terminara nunca. Así que todos los días, después del colegio o del trabajo, volvía a reunirse con ellos para realizar más actividades divertidas, como perseguirse unos a otros o cavar hoyos juntos en busca de sabrosas golosinas escondidas bajo el suelo. Cuanto más tiempo pasaban juntos, más fuerte se hacía su amistad hasta que pronto se hizo inquebrantable.
Con esta nueva familia a su lado, Poochi aprendió lo importante que es quererse a uno mismo a pesar de lo que digan los demás de ti, porque la verdadera amistad surge de tu propia tribu y no del juicio exterior. Y desde entonces, cada vez que alguien vuelve a hacer comentarios malintencionados sobre su aspecto, sólo tiene que mirar a estos amigos peludos que tiene a su lado, recordándose una vez más lo especial que puede ser la singularidad individual.
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