Había una vez dos hermanos, Jack y Jill. Vivían en un pequeño pueblo cerca del mar. Todas las noches miraban las estrellas y soñaban con volar por el cielo para alcanzar una hermosa luna.
Un día, Jack tuvo una idea: ¿por qué no construir unas alas para poder volar lo suficientemente alto como para alcanzar la luna? Entusiasmado, le contó el plan a su hermana y juntos se afanaron en construir sus propias alas con maderas y telas que encontraron por la ciudad.
Pero incluso con sus alas listas, parecía imposible que pudieran llegar hasta el espacio sin ayuda de más allá de este mundo. Fue entonces cuando a Jill se le ocurrió una solución asombrosa: ¿y si en lugar de eso utilizaban su imaginación? Sugirió que cada noche, antes de acostarse, ella y su hermano cerraran los ojos y se imaginaran volando por el aire hasta llegar a un momento mágico en el que pudieran tocar un trozo de luna.
Los hermanos siguieron el consejo de Jill cada noche antes de irse a dormir en cuanto la oscuridad cayera sobre su pueblo junto al mar. Con el paso de los días, Jack y Jill empezaron a creer más profundamente en sí mismos; se sentían más seguros que nunca de que un día, muy pronto -con un solo gran esfuerzo- ¡podrían agarrar algo del espacio exterior!
Con toda seguridad, una noche estrellada, tras meses de práctica utilizando sólo la fuerza de la imaginación, los decididos hermanos se despertaron por la mañana temprano descubriendo algo realmente extraordinario… ¡un rayo de luna plateado que les esperaba justo al otro lado de la ventana de su habitación! Con el júbilo en el corazón, ambos niños saltaron entusiasmados gritando «¡lo hemos conseguido!, ¡hemos atrapado nuestra Luna!»
Y para siempre después de ese día -todo gracias a un pensamiento creativo- estos dos valientes aventureros no se cansaron de intentarlo de nuevo cada vez que la vida les lanzaba bolas curvas o los tiempos se ponían difíciles, porque por muy difíciles que parezcan las cosas, con paciencia
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