Érase una vez una niña llamada Emily a la que le encantaba explorar. Un día, Emily decidió explorar el oscuro ático de su casa. Al adentrarse en la oscuridad, empezó a sentir miedo y aprensión. Permaneció allí durante unos instantes, sintiendo que el miedo entraba como un invitado no deseado.
Pero entonces ocurrió algo inesperado: oyó una voz dentro de su cabeza que le decía «No tengo miedo». Esto le dio valor y fuerza a Emily y le hizo darse cuenta de que, por muy aterrador que parezca, ser valiente es posible. Respirando profundamente, Emily se adentró lentamente en el ático con la única compañía de su valor.
A medida que exploraba más y más profundamente en las sombras del ático, aparecieron a su alrededor formas extrañas -algunas altas y de aspecto viscoso; otras pequeñas y peludas-, pero ninguna de ellas volvió a asustar o intimidar a Emily porque recordó aquellas tres importantes palabras: ¡No tengo miedo!
Cuanto más tiempo permanecía Emily en aquel misterioso lugar, más valiente se volvía hasta que, finalmente, todos sus miedos desaparecieron y fueron sustituidos por la curiosidad por saber qué más podría esconderse allí arriba, en la oscuridad. ¡Con cada nuevo descubrimiento -desde juguetes viejos hasta libros olvidados-, la confianza de Emily creció aún más hasta que finalmente se dio cuenta de lo valiente que había sido!
Cuando, por fin, Emily volvió a salir a la luz del día después de toda esa exploración, todos los que la rodeaban se sorprendieron de lo valiente que había sido esta niña. Y aunque se alegraron de que no hubiera pasado nada malo mientras exploraban juntos el oscuro desván con la valentía como compañera, se alegraron aún más de que ahora Emily supiera sin duda que era lo bastante fuerte como para enfrentarse a cualquier reto y que siempre podría decir «¡no tengo miedo!».
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