Había una vez una anciana abuela que vivía en una pequeña aldea de África. Nada le gustaba más que pasar tiempo con su nieto y enseñarle los caminos de la naturaleza. Un día, decidió enseñarle a plantar semillas para que pudiera cultivar su propio jardín.
Los dos salieron al campo que había detrás de su casa y cavaron cuidadosamente hileras de agujeros en la tierra. Mientras llenaban cada agujero con semillas, la abuela le explicó lo importante que es cuidar las plantas y nutrirlas mientras crecen. Su nieto escuchaba atentamente, deseoso de aprender todo lo posible sobre jardinería de su sabia abuela.
Cuando se plantaron todas las semillas, la abuela le enseñó a su nieto a regarlas cada mañana hasta que empezaron a surgir pequeños brotes a través de la tierra oscura, ¡una señal de que la vida surgía de lo más profundo! El niño no pudo contener su emoción cuando vio esos primeros brotes crecer fuertes y firmes ante sus ojos; ¡le pareció un milagro que se desarrollaba allí mismo, en la tierra!
La abuela sonreía orgullosa ante el entusiasmo de su nieto por aprender algo nuevo mientras le veía cuidar cada brote cada día con tanta ternura y amor. Juntos cantaban canciones mientras desbrozaban sus cultivos o cosechaban batatas u otras verduras cuando estaban listas para ser recogidas: ¡los alegres sonidos resonaban por todo el valle provocando sonrisas allí donde aterrizaban!
Con el paso de los meses, el huerto de la abuela floreció bajo sus cariñosos cuidados, junto con el nuevo aprecio de su nieto por los dones de la naturaleza y sus habilidades de pensamiento independiente, que habían crecido junto a esos pequeños brotes verdes desde aquel primer día en el campo.
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