Había una vez un niño llamado Cinderlad. Era perezoso y no le gustaba hacer ningún tipo de trabajo. Prefería quedarse sentado y soñar despierto con que algún día se haría rico.
Un día, mientras daba un paseo por el campo, se encontró con un anciano que tenía siete potros atados con una cuerda. El anciano le pidió a Cinderlad que fuera tan amable de ayudarle a desatar a los potros de sus cuerdas y liberarlos. Pero como era tan perezoso, Cinderlad se negó a ayudar al pobre anciano.
El anciano suspiró con tristeza y dijo: «¡Si no me ayudas ahora, me temo que estos siete potros no volverán a encontrar la libertad!» Con esas palabras resonando en sus oídos, Cinderlad accedió de mala gana a ayudar al anciano en su tarea.
Una vez liberados los siete hermosos caballos, éstos agradecieron a Cinderlad sus esfuerzos antes de alejarse rápidamente al galope hacia el bosque, dejando sólo una nube de polvo a su paso. Mientras los veía desaparecer entre los árboles, algo se agitó en su interior, ¿podría ser el valor o incluso la ambición? Fuera lo que fuera, le hizo decidirse a no volver a ser demasiado perezoso u ocioso cuando alguien necesitara su ayuda.
No mucho después de esta experiencia, se extendió por la ciudad la noticia de que el rey Arturo estaba buscando hombres valientes dispuestos a emprender una búsqueda imposible: ¡Cazar y regresar con un caballo blanco mágico de lo más profundo del Bosque de Darkwood! Al oír esta emocionante noticia, Cinderlad decidió inmediatamente que ésta iba a ser SU aventura; después de todo, ¿por qué iba a tener otra persona una oportunidad así? Así que, sin más preámbulos, emprendió su viaje…
Pronto llegó al bosque de Darkwood, donde al tropezar en sus profundidades se encontró cara a cara con nada menos que esos mismos siete potros mágicos. Parecían bastante contentos, pero recelosos de los humanos debido a sus experiencias pasadas; sin embargo, gracias sobre todo a la paciencia (y a muchas zanahorias), pronto se acercaron lo suficiente a él, lo que le permitió finalmente atrapar a una potra blanca especial entre ellos. Después de mucho esfuerzo (sobre todo por parte de ella), consiguió domarla para llevarla a casa, pero no sin antes asegurarse de que ella supiera exactamente quién era su verdadero dueño: …. el rey nunca sería dueño de lo que le pertenecía por derecho, sólo le pertenecía por derecho.
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