Había una vez una rata de agua, pobre pero generosa, llamada Hans. Vivía en el jardín de un molinero que se había enriquecido mucho con su oficio, pero que era mucho menos amable con los que le rodeaban.
Un día, mientras paseaba por el jardín, Hans observó que uno de los árboles del molinero había sido alcanzado por un rayo y se había partido en dos. Decidido a ayudar a su vecino a pesar de su egoísmo, se ofreció a repararlo gratuitamente con algunas de sus habilidades para trabajar la madera.
El molinero aceptó con dudas y se puso a preparar la llegada de Hans a la mañana siguiente. Sin embargo, cuando amaneció, la rata no apareció, para sorpresa de todos, ya que todos sabían lo honesto y fiable que era.
Resulta que Hans había empleado toda la noche en reparar otro árbol que estaba más abajo en el bosque y que ni siquiera formaba parte de la propiedad del molinero; ¡éste pertenecía a un viejo ermitaño que no tenía a nadie a su alrededor que le ayudara a arreglarlo! El molinero se indignó ante este acto de bondad hacia otra persona cuando él mismo no había recibido ninguna ayuda gratuita; al fin y al cabo, ¿por qué iban a beneficiarse otros de algo que podía hacer él mismo?
En un intento de enseñar a Hans una lección sobre no ayudar a los extraños sin ocuparse primero de los suyos (es decir, de sí mismo), decidió no pagarle nada por arreglar los dos árboles, dejando al pobre Hans desolado por tanta ingratitud después de todo su duro trabajo
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