Había una vez una joven llamada Abigail a la que le encantaba dar largos paseos. Un día, decidió llevar a su perro a dar un paseo por el parque. Mientras caminaban, Abigail sintió de repente algo duro en su zapato. Se detuvo y miró hacia abajo para ver que se trataba de un pequeño guijarro.
Abigail se preguntó de dónde había salido esa piedrecita. ¿Cómo había llegado a su zapato? Se puso en cuclillas para ver más de cerca la piedrecita cuando, de repente, oyó una voz desconocida que venía de detrás de ella. Decía: «¡Esa es mi piedra! Se me habrá caído hoy aquí mientras jugaba».
Al volverse, Abigail vio a un anciano con un bastón que la miraba con tristeza. El hombre le dijo que le gustaba coleccionar piedras lisas y que ésta en particular había sido su favorita porque su forma le recordaba la cara de su nieta cuando sonreía. Le pidió que se la devolviera para poder añadirla de nuevo a su colección algún día.
Abigail pensó en lo solo que se sentía el anciano sin su piedra especial y supo lo que debía hacer: se agachó, cogió la piedrecita, se la devolvió con la alegría escrita en la cara de ambos y le dio las gracias por recordarnos a todos que, aunque la vida puede ser dura, a veces podemos encontrar belleza en lugares inesperados, como estas piedrecitas.
El anciano caballero sonrió mientras guardaba su querida piedra y agradeció a Abigail que entendiera por qué merece la pena tener cerca algunas cosas, por muy pequeñas o aparentemente insignificantes que parezcan a primera vista. A partir de entonces, cuando Abby salía a pasear, siempre estaba atenta a cualquier piedra o concha especial que le llamara la atención, como la que había dejado el anciano desconocido, para que ella también recordara que la belleza sigue esperando a ser descubierta… ¡si se mira con suficiente atención!
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