Había una vez una niña a la que le encantaba ir a la playa. Todos los veranos, recogía sus cosas y se dirigía a la costa con su familia. Le encantaba todo, desde recoger conchas marinas y explorar las piscinas de roca hasta construir castillos de arena y jugar con las olas.
Un día, al llegar a la playa, notó algo inusual: un anciano sentado en una roca cerca de la orilla. Tenía el pelo largo y blanco y llevaba una capa hecha jirones sobre los hombros. Curiosa como siempre, se acercó a él con cautela y le preguntó qué hacía allí solo.
El anciano le sonrió amablemente antes de explicarle que había venido aquí hace muchos años en busca de algo precioso bajo el mar, pero que nunca lo encontró. La niña le escuchó atentamente mientras hablaba de sus aventuras bajo la superficie del océano, hasta que finalmente decidió ayudarle a buscar su tesoro perdido.
Juntos recogieron madera a la deriva de la costa y la utilizaron para hacer una balsa que les permitiera explorar aguas más profundas donde nadie se había aventurado antes. Mientras navegaban por las tranquilas aguas azules, cantando juntos canciones de barracas en voz suficientemente alta como para que incluso las sirenas las oyeran, ¡sus risas resonaban en cada ola! Y al igual que su canción viajaba más allá de su origen, también lo hacía su amistad…
Finalmente, tras horas de navegar en círculos alrededor de diferentes islas intentando no encontrar ninguna señal de tesoro enterrado (¡o de sirenas!), nuestros dos aventureros volvieron a casa con las manos vacías, pero sintiéndose más ricos que nunca con la compañía del otro. A pesar de no haber encontrado ningún tesoro físico en esos vastos océanos abiertos, esta experiencia enseñó a nuestra joven heroína que las verdaderas riquezas pueden encontrarse en las relaciones que construimos con los demás 🙂
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