Érase una vez una joven princesa llamada Susie. Sólo tenía siete años, pero tenía el corazón de una aventurera. Todos los días exploraba el reino y soñaba con lugares lejanos. Pero, sobre todo, Susie deseaba algo que sus padres no podían darle: ¡un hermanito o hermanita para jugar!
Un día, tras explorar el jardín del palacio durante horas, Susie decidió tomar cartas en el asunto y salir en busca de una aventura. Ensilló su fiel corcel y comenzó a cabalgar a través de densos bosques y de traicioneras laderas.
Mientras cabalgaba, Susie se encontró con muchas criaturas extrañas -desde conejos que hablaban hasta pájaros que cantaban-, todas ellas asombradas por el valor y la determinación de la valiente princesa Susie. Tras días de búsqueda por toda la tierra, Susie encontró por fin lo que buscaba: Un pequeño bebé dragón acurrucado en una cueva en lo más profundo del bosque.
Susie no tardó en coger a la desventurada criatura en brazos y se la llevó a casa como si fuera de la familia. Sus padres se mostraron escépticos al principio -los dragones no son precisamente animales domésticos comunes-, pero al final no pudieron evitar enamorarse de este pequeño bulto escamoso al igual que su hija. Lo acogieron calurosamente en sus corazones y le dieron su propia habitación en el castillo (no es que la necesitara; normalmente dormía encima de la cama de la princesa Susie).
A partir de entonces, la princesa Susie disfrutó de muchos momentos felices jugando con el «Hermano Dragón» -como llegaron a llamarlo-, aprendiendo a ser empáticos el uno con el otro y respetando también su independencia. Y aunque el Hermano Dragón aún no podía hablar el lenguaje humano (prefería rugir), ambos sabían que, pasara lo que pasara, siempre se cubrirían las espaldas el uno al otro… ¡como deberían hacer los verdaderos hermanos!
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