Érase una vez una niña llamada Adriana. Era la princesa más dulce de toda la tierra. Todos los que la conocían se enamoraban al instante de su burbujeante personalidad y su brillante sonrisa.
A Adriana le gustaba tanto el chocolate que, siempre que tenía ocasión, se compraba sus chocolatinas favoritas o deliciosos helados. Su madre se burlaba a menudo de ella por ser tan dulce como el chocolate y la llamaba «Adriana Princesa de Chocolate», lo que hacía que Adriana se sintiera avergonzada e incómoda.
Un día, mientras salía a comprar ropa con sus amigas, tropezaron con una bonita tienda llena de baratijas y juguetes. Un artículo en particular les llamó la atención: Una corona dorada adornada con piedras preciosas de colores que tenía en su centro una gran tableta de chocolate. Las niñas se quedaron hipnotizadas: ¡seguro que era algo especial!
El tendero les dijo que estaba destinada a ser llevada sólo por quienes son realmente especiales, ¡como Adriana! Oír esto hizo que Adriana se sonrojara aún más, pero al mismo tiempo se sintiera orgullosa porque todos los demás estaban de acuerdo en que le quedaba perfectamente en la parte superior de la cabeza, lo que hizo que Adriana se diera cuenta de que quizá ser comparada con el chocolate no era tan malo después de todo.
Cuando volvieron a casa después de su viaje de compras, Adriana mostró con orgullo la corona a su madre mientras le explicaba lo que había sucedido en la tienda ese mismo día; cómo las cuatro fueron consideradas lo suficientemente dignas para llevar un accesorio tan exquisito… Y cómo cada una de ellas tiene algo único dentro de sí misma -¡al igual que los diferentes tipos de chocolates tienen también diferentes sabores! Ambas se rieron juntas sabiendo ahora que lo que antes molestaba a Adrina ya no lo hacía porque en el fondo sabía que es lo suficientemente fuerte como para abrazar lo que la vida le depare -¡También lo merecen todas las personas!
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