Érase una vez, en el valle de abajo, un niño llamado Sam. Era hijo único y le encantaba pasar los días explorando los bosques cercanos a su casa.
Un día, mientras caminaba por el bosque, Sam observó algo extraño en el lateral de una gran roca. Parecía una cara gigante tallada en la piedra con ojos que parecían mirarle a él. No podía creerlo: ¡había descubierto la Gran Cara de Piedra!
Sam estaba fascinado por este magnífico descubrimiento. Todas las mañanas, antes de ir a la escuela, se acercaba a la Gran Cara de Piedra para mirarla y maravillarse de su belleza. Incluso se lo contó a todos sus amigos en casa, pero nadie le creyó hasta que lo vio por sí mismo.
Con el paso de los años, muchas personas empezaron a visitar La Gran Cara de Piedra desde kilómetros de distancia para admirar su grandeza y tomar fotos de sus propios recuerdos allí también. Todo el mundo decía que cualquiera que se pareciera a esta gran cara debía de ser muy sabio y de buen corazón.
Pero un día, cuando Sam volvió a pasear por el bosque, vio a alguien que realmente se parecía a la Gran Cara de Piedra. ¡Era un anciano que había venido de muy lejos y todos decían que debía ser muy sabio por lo mucho que se parecía a La Gran Cara de Piedra!
Sam se acercó a él con asombro y le preguntó si podía decirle qué le hacía tan especial.
A lo que el anciano respondió: «Mi sabiduría no proviene de mi aspecto, sino de mi interior: el conocimiento es poder». Con estas palabras resonando en sus oídos, Sam sonrió con conocimiento de causa, como si entendiera perfectamente lo que el anciano quería decir, antes de emprender el camino hacia su casa, una vez más, sintiéndose inspirado por lo que había aprendido hoy…
Años más tarde, cuando empezó a correr la voz por la ciudad de que todo el mundo pensaba que quien se parecía a El Gran Rostro de Piedra debía poseer una sabiduría o una bondad extraordinarias, se referían nada menos que a ese mismo anciano sabio con el que Sam se encontró aquella fatídica tarde de hace mucho tiempo….
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