Érase una vez un joven vikingo valiente y fuerte llamado Sigurd. Era hijo de un viejo guerrero nórdico, que había fallecido hacía algunos años, dejando atrás a su querido caballo. El padre de Sigurd le había dado el caballo como último regalo antes de su muerte, y desde entonces eran inseparables.
Sigurd solía llevar a su caballo a dar largos paseos por el campo y juntos exploraban todos los rincones de su reino; así se convirtieron en grandes compañeros: siempre dispuestos a afrontar cualquier reto o aventura que se les presentara.
Un día, mientras cabalgaban por el bosque en su ruta habitual, ocurrió algo extraño: ¡un enorme dragón negro apareció de entre las nubes que los cubrían! La bestia rugió de rabia y empezó a atacarlos a ambos con su aliento ardiente. Pero, aunque estaba muerto de miedo, Sigurd no se dio por vencido, sino que instó a su caballo a avanzar para que juntos pudieran luchar contra aquel monstruo.
Con el valor y la fuerza del uno al otro, Sigurd consiguió matar al dragón después de que se debilitara lo suficiente por todas las heridas que le infligieron él y su leal corcel. La victoria fue suya por fin, pero desgraciadamente no sin un coste… el pobre animal había sido gravemente herido durante la batalla y no pudo salvarse por más tratamientos que se le aplicaran.
Como si presintiera su inminente fallecimiento, Sigurd se despidió rápidamente de su fiel compañero, agradeciéndole todos los maravillosos momentos que habían pasado juntos a lo largo de sus aventuras por tierras llenas de peligro pero también de belleza. «Has sido mi mejor amigo», dijo en voz baja mientras las lágrimas caían de cada ojo, dolorosamente consciente de lo que estaba a punto de llegar: la pérdida debida a la muerte, que nunca puede deshacerse ni sustituirse por mucho que uno lo intente…
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