Había una vez un hombre llamado Wang que vivía en un pequeño pueblo chino. Tenía fama de embustero y a menudo intentaba aprovecharse de sus vecinos robándoles sus cosas.
Un día, Wang decidió robar uno de los patos de su vecino. Se coló en el patio del vecino por la noche y cogió el pato antes de que nadie le viera. Con el pato bajo el brazo, huyó rápidamente de vuelta a casa.
A la mañana siguiente, cuando todos se levantaron y salieron a la calle, se dieron cuenta de que uno de sus patos había desaparecido. Todos empezaron a buscarlo, pero nadie sabía dónde había ido ni quién lo había cogido.
En ese momento, Wang salió de su casa con el pato robado bajo el brazo. Los aldeanos se pusieron furiosos y le exigieron que lo devolviera inmediatamente. Sin embargo, en lugar de disculparse por lo que había hecho mal o admitir que había robado el pato, ¡Wang se limitó a sonreír y no dijo nada!
Todos estaban tan enfadados con él por no admitir lo que había hecho mal que decidieron castigarle de otra manera: no le regañaron como haría otra gente normalmente, sino que le dieron un trato silencioso cada vez que hablaba o incluso les miraba, hasta que finalmente, tras meses de ser ignorado por todos en el pueblo, se sintió tan avergonzado por lo que había hecho que acabó disculpándose por haber cogido el pato sin pedir permiso primero.
Finalmente comprendió lo importante que es la honestidad y se sintió profundamente arrepentido de haber engañado a todos los que le rodeaban, Wang prometió no volver a intentar engañar a nadie nunca más. A partir de entonces, todos empezaron a confiar más que nunca en los demás, ya que la confianza es una parte esencial de las relaciones humanas. Y por último, Wang aprendió una importante lección: ¡la honestidad es siempre mejor que la deshonestidad!
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